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Equinoccio. Revista de psicoterapia psicoanalítica, 6(2), julio-diciembre 2025, pp. 101-121.
ISSN: 2730-4833 (papel), 2730-4957 (en línea). DOI: 10.53693/ERPPA/6.2.6
disfrutaba de ello. Por momentos, me preguntaba si yo estaba deses-
peranzada con él, si no había nada para hacer. Persistía mi interés por
ayudarlo, pero se fue haciendo difícil el camino, me veía invadida por
un estado de alerta en las sesiones, atrincherada esperando los ataques.
Frente a su agresividad, yo le proponía reexionar; podía ser sarcástica,
pero también podía mostrarle que me entristecía lo que le pasaba; él no
toleraba esto y me hostigaba. Conar en alguien era algo no disponible
en sus experiencias de estar con otros.
Fue en este contexto que apareció mi sueño...
Me veo llegando a su ciudad natal en un ómnibus de transporte
público. Bajo y comienzo a caminar para encontrarme con él. Voy ca-
minando sin saber muy bien el camino y llego a un lugar abierto y me
detengo. Allí aparece él, que, sin decir palabra, se aproxima. No hay
palabras, solo miradas. Trato de ofrecer mi ayuda, le doy a entender
que me entregue algo, y lo que recibo es un pote como de crema para
el cutis, grande, de tapa rosca; lo agarro, lo abro y está vacío. Miro y veo
que mi paciente se va, haciéndome un gesto de saludo con su brazo,
dando a entender que no quería hablar conmigo. Me siento muy frus-
trada y comienzo a caminar rápido para regresar a la capital. Me voy
sin despedirme. Camino enérgicamente hacia la estación de ómnibus.
En el trayecto comienzo a ver gente y en el cruce de una calle veo a un
niño pequeño, de dos o tres años. Va solo y va a cruzar la calle. Lo que
hago es detener mi presurosa marcha y lo tomo de la mano, a ver qué
pasa, si el niño acepta mi ayuda, mi protección, ya que soy una desco-
nocida. El niño, al sentir que lo tomo de la mano, levanta su cabeza y
me mira complacido, permite que yo lo cruce. La madre, del otro lado
de la calle, que no se había percatado del peligro de su hijo, se da vuel-
ta, me mira y sonríe, como agradeciéndome por cuidarlo, y lo agarra.
Yo continúo mi marcha para tomar el ómnibus a la capital.
Llego al lugar para comprar el boleto de regreso, hay bastante gen-
te alrededor de la cabina donde expenden los pasajes. Quiero comprar
un pasaje y el vendedor me dice que solo quedan dos y que no puede
vender solo uno. Me sorprendo por lo que me plantea y siento la impe-
riosa necesidad de regresar a mi ciudad. Al vendedor de los pasajes le